Una tarde húmeda del verano pasado, de esas de sudor y ruido, dos mujeres se abrían paso por la sede de los juzgados de Meerut, al norte de la India. Se dirigían al despacho de un magistrado.
Pasaron por delante de quienes sellan documentos y dan fe de las declaraciones juradas, del bullicio de los mecanógrafos, de los abogados entogados y de las pilas de archivos amontonados y amarrados con cuerdas.
No sería aventurado decir que esas dos mujeres no pertenecían al lugar. Caminaban con ese vaivén de pueblerina –mitad pato, mitad bailarina de ballet– que ha pasado su vida llevando bultos de leña sobre la cabeza.
Cuando entraron al cuarto de la limpieza que usa como oficina uno de los abogados que podría defenderlas estaban tan inseguras que su primera intención fue sentarse en el suelo.
Buscaban ayuda porque querían trabajar.
Vivían a 15 kilómetros de allí, en un poblado donde la mendicidad ha sido la fuente principal de ingresos durante generaciones. Varias semanas antes, los ancianos de su casta habían decidido que las mujeres del pueblo que trabajaban en las fábricas de carne procesada tendrían que dejar de hacerlo.
Según ellos, las mujeres estarían mejor protegidas contra el acoso sexual de los fuereños al permanecer en casa. Pero tras el motivo aparente, se encontraba otro, quizá más importante: las ganancias de las mujeres habían comenzado a debilitar el viejo orden.
Que siete mujeres acostumbradas a un salario diario de 200 rupias, unos 3 dólares, se negaran a dejar de trabajar se convirtió en sorpresa. No esperaban que las mujeres acudieran a la policía.
Geeta, la más joven, nació enojada. De niña, si sus hermanos le quitaban algo de la comida que le correspondía, podía reaccionar tirando la de todos al suelo. “Una mujer dura, con carácter”, la describe una vecina.
“Que sus esposas se sienten y les cocinen”, susurró Geeta a su amiga Premwati. “Nuestros maridos nos apoyan”.
Premwati era más cautelosa. Según la tradición de su casta (la nat), quien desafíe un castigo de la comunidad puede defenderse llevando una plancha de hierro caliente en las manos y dando cinco pasos en dirección al templo. Si sus manos se queman, será culpable y la pondrán dentro de un hoyo en el suelo hasta que confiese.
Ella y Geeta se adentraban en un territorio proceloso, Premwati lo sabía bien. Al caer la noche en el poblado de Peepli Khera, se agachaba sobre su estufa de barro, volteando chapatis sobre el carbón, y analizando a sus enemigos. Demasiado pobre como para tener una casa con puerta, se acostaba bajo el techo de paja escuchando los pasos de personas a quienes no podía ver.
El verano pasado, cuando decidieron luchar por seguir trabajando, Geeta y Premwati se convirtieron en piezas de un engranaje mucho mayor.Una tarde húmeda del verano pasado, de esas de sudor y ruido, dos mujeres se abrían paso por la sede de los juzgados de Meerut, al norte de la India. Se dirigían al despacho de un magistrado.
Pasaron por delante de quienes sellan documentos y dan fe de las declaraciones juradas, del bullicio de los mecanógrafos, de los abogados entogados y de las pilas de archivos amontonados y amarrados con cuerdas.
No sería aventurado decir que esas dos mujeres no pertenecían al lugar. Caminaban con ese vaivén de pueblerina –mitad pato, mitad bailarina de ballet– que ha pasado su vida llevando bultos de leña sobre la cabeza.
Cuando entraron al cuarto de la limpieza que usa como oficina uno de los abogados que podría defenderlas estaban tan inseguras que su primera intención fue sentarse en el suelo.
Buscaban ayuda porque querían trabajar.
Vivían a 15 kilómetros de allí, en un poblado donde la mendicidad ha sido la fuente principal de ingresos durante generaciones. Varias semanas antes, los ancianos de su casta habían decidido que las mujeres del pueblo que trabajaban en las fábricas de carne procesada tendrían que dejar de hacerlo.
Según ellos, las mujeres estarían mejor protegidas contra el acoso sexual de los fuereños al permanecer en casa. Pero tras el motivo aparente, se encontraba otro, quizá más importante: las ganancias de las mujeres habían comenzado a debilitar el viejo orden.
Que siete mujeres acostumbradas a un salario diario de 200 rupias, unos 3 dólares, se negaran a dejar de trabajar se convirtió en sorpresa. No esperaban que las mujeres acudieran a la policía.
Geeta, la más joven, nació enojada. De niña, si sus hermanos le quitaban algo de la comida que le correspondía, podía reaccionar tirando la de todos al suelo. “Una mujer dura, con carácter”, la describe una vecina.
“Que sus esposas se sienten y les cocinen”, susurró Geeta a su amiga Premwati. “Nuestros maridos nos apoyan”.
Premwati era más cautelosa. Según la tradición de su casta (la nat), quien desafíe un castigo de la comunidad puede defenderse llevando una plancha de hierro caliente en las manos y dando cinco pasos en dirección al templo. Si sus manos se queman, será culpable y la pondrán dentro de un hoyo en el suelo hasta que confiese.
Ella y Geeta se adentraban en un territorio proceloso, Premwati lo sabía bien. Al caer la noche en el poblado de Peepli Khera, se agachaba sobre su estufa de barro, volteando chapatis sobre el carbón, y analizando a sus enemigos. Demasiado pobre como para tener una casa con puerta, se acostaba bajo el techo de paja escuchando los pasos de personas a quienes no podía ver.
El verano pasado, cuando decidieron luchar por seguir trabajando, Geeta y Premwati se convirtieron en piezas de un engranaje mucho mayor.
En la India, la participación femenina en el mercado de trabajo ronda el 27 por ciento, una cifra inferior a la de cualquier otro país del G20, con excepción de Arabia Saudita.
De 2005 a 2012, la tasa de participación de las mujeres en el mercado de trabajo disminuyó del 37 al 27 por ciento. Y esa caída se debe en gran medida a que las mujeres rurales abandonan sus puestos de trabajo. De los 189 países que estudió la Organización Internacional del Trabajo, la India es el número 17 de atrás para adelante.
Y esas son pésimas noticias para un país que se esfuerza por competir en el mercado global. Los economistas han planteado dos teorías para explicar esta caída. La primera es que el crecimiento de la economía se sostiene en sectores de baja participación femenina, como la construcción. La segunda es cultural: a menos de que necesiten salir de la pobreza extrema, las familias quieren mantener a las mujeres en casa.
Las familias nat estaban cruzando ese umbral y comenzaban a cambiar. Premwati y Geeta ya no se sentían tan amenazadas por el yugo de los prestamistas locales y el sabor de su recién adquirida independencia les dio valentía. La fuerza incontenible de la necesidad económica se enfrentó al inamovible control social. Así fue como descubrieron el precio, altísimo, de seguir trabajando.
La mujer con más carácter del pueblo
A las 10 de una mañana de mayo, Geeta y Premwati guardaron un poco de pan frito y se pusieron en marcha hacia una fábrica de carne procesada.
Para ahorrarse las 5 rupias o 7 centavos de dólar que cuesta el mototaxi, les llevó una hora recorrer el camino de tierra que atraviesa los barrios musulmanes que se levantan entre su pequeña comunidad de nats y la fábrica. Se tapaban la cara con los dupattas, siguiendo la tradición medieval de la purdah, o velo. Ni siquiera así conseguían que los hombres se asomaran a las puertas.
“¿Cómo te llamas?”, gritó uno de ellos, rompiendo el silencio.
“Geeta”, respondió.
Las dos se conocieron poco después de casarse, cuando las sacaron de sus pueblos y ambas se encontraron entre extraños en la misma aldea, Peepli Khera. Geeta, que apenas había llegado a la pubertad, cayó en las garras de una suegra que creía que si tomaba té tendrían que gastar más dinero en alimentarla.
Así que Geeta, huesuda y parlanchina, se escapaba para ver a Premwati, que le preparaba jarras de té dulce. No tenía buena relación con otras mujeres, quizá porque las llamaba búfalos gordos, pero a Premwati le daba igual. Geeta se lo agradecía visitándola e incluso interviniendo cada vez que el esposo de Premwati la golpeaba.
Así, Geeta se labró una reputación. Comenzaron a tomarla por la mujer más mandona del pueblo. Nadie le pegaba. “Su esposo es un gallina. Si ella le dice que se pare, ¡él se para!”, dice riéndose el jefe del pueblo donde Geeta creció.
Al acercarse a la fábrica esa mañana, las mujeres trataron de protegerse del olor pestilente, a carne podrida, que sale de los contenedores de grasa y contamina el aire hasta provocar arcadas. El auge del mercado de búfalo congelado en Arabia Saudita, Egipto y China ha convertido a la India en el mayor exportador mundial de carne. Hace cinco años que las fábricas a las afueras de Meerut crecen sin pausa.
Esta es la razón por la que, cinco años antes, Geeta y sus amigas habían comenzado a trabajar y percibir algo de dinero para complementar los ingresos irregulares de sus maridos, músicos que se dedican a tocar en bodas. En la fábrica deshacían piedra hasta convertirla en grava. Otras limpiaban los recipientes para la carne, otras ensamblaban cajas. Otras cargaban ladrillos.
A Geeta y Premwati el trabajo no solo les parecía aburrido. También les daba miedo. Las mujeres de su comunidad viven bajo ciertas reglas: si se acerca un hombre viejo, ellas no pueden sentarse en ninguna superficie más alta que el suelo. De la prohibición de tener contacto físico con hombres que no sean de su comunidad, solo se libran médicos y vendedores de brazaletes.
Al principio, el miedo de que un extraño tomara su mano en el trabajo les provocaba un nudo en el estómago; incluso el valor de Geeta se evaporaba ante la posibilidad de que eso sucediera.
A medida que pasaban las semanas, el miedo disminuía. En los edificios en construcción veían a trabajadores de Nepal y Bangladesh, a compradores chinos y a los hijos de los dueños de las fábricas, nada discretos al volante de sus BMW y Audi.
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